No hay duda entre los historiadores de quién fue el mejor estratega de la Segunda Guerra Mundial. Las hazañas conseguidas en el norte de África al frente de la 7ª división panzer y posteriormente con el Africa korps convirtieron a Rommel en una leyenda. Tanto es así que hasta el general Eisenhower tenía un poster de su archienemigo en el despacho como muestra de admiración.
Condecorado con la cruz al mérito y ascendido a mariscal de campo, Rommel pasó a dirigir la defensa de la costa francesa. Todos conocemos la fortificación que esperaba al ejército aliado si lograba desembarcar. Y eso, pese a que intuía que la entrada sería por Normandía y no por el norte donde el escudo fue mayor, y pese a que Hitler ordenó situar las divisones de acorazados en un punto que trastocaba todo el plan de defensa.
Pero lo más admirado de Rommel no fueron precisamente sus proezas militares. La convención de Ginebra decía que a todo prisionero de guerra se le debía dar un trato humano, sin represalias, protegerlos contra todo acto de violencia, etcétera. Y ese es el trato que recibieron los miles de prisioneros que cayeron en sus manos. Quizá por eso sentía vergüenza del trato que ofrecían sus camaradas en el frente del Este. Fue también uno de los pocos mandos alemanes que se negó a aplicar la kommandobefehl, una orden que obligaba a ejecutar inmediatamente a cualquier comando que traspasase las líneas enemigas.
Una supuesta traición hizo que apareciera su nombre en la lista de los cabecillas que atentaron contra Hitler. Acabó suicidándose para evitar represalias a su familia.
Un hombre con principios militares que se definía a sí mismo como un soldado profesional, con un código de honor y respeto al adversario que le honrarían para siempre.