miércoles, 11 de abril de 2012

Quique (part II)

Ir a su casa por primera vez fue toda una experiencia. La finca, vieja y totalmente dejada, ya me sugería qué me podía encontrar. A medida que subíamos las escaleras los gritos y portazos del vecindario ponían, la que iba a ser, sinfonía de fondo diaria. Pero no hice ningún comentario. Como tampoco de la puerta de entrada que estaba llena de marcas de forzajes e intentos de abrirla. El apartamento tendría 30 metros cuadrados, a penas tenía luz ni muebles, con restos de papelinas en los ceniceros y un peluche atravesado por agujas ya inservibles. Me sobrecogía de pensar lo que se pudo vivir allí dentro. Una guitarra sin cuerdas en el rincón del comedor ponía la nota más alegre.  Sin embargo, en el armario de su habitación guardaba una inmensa colección de trajes de marca, chaquetas de piel, camisas, ....vestigios de una edad de oro que ya nunca volvería...

Hacer el seguimiento implicaba que dependiese totalmente de mí. Eran cosas aparentemente absurdas pero con un trasfondo lógico. Yo llevaba sus llaves, su dinero, su móvil, su tabaco. Me tenía que pedir permiso para todo. Si se paraba a hablar con alguien tenía que estar presente. Si sonaba el teléfono de su casa lo descolgaba yo y luego se lo pasaba.
Su madre llamaba a escondidas los domingos por la noche.  Para el resto de familia no existía. Me preguntaba por su hijo y me agradecía lo que hacía por él. Nunca perdió la esperanza. Y creo que comprendí, por primera vez, que el amor de una madre está muy por encima del bien y el mal.

En sus ratos libres tocaba la guitarra. Canciones de los Beattles, Rolling, Doors, Dylan y cualquier canción que le pidieses. Tenía una voz prodigiosa, cantaba tan bien y con tanto sentimiento que sigo considerándolo un genio. Llegó a grabar un disco y se lamentaba de haber tenido que vender todo su equipo de sonido, (amplis, mesa de mezcla, guitarra, contrabajo,...) pero decía que de esa guitarra sería de lo último que se desprendería.
Después de hacer las tareas programadas sobraba tiempo para  pasear, ir a la playa, al cine, ... Es cuando más se abría y contaba cosas de su pasado. Recuerdo dercirme que no tenía remordimientos. Que había hecho lo que yo en su lugar hubiese hecho. Pero otras veces se contradecía añorando una vida tranquila y que hubiese sido feliz en su tiendecita de música.

Aparentemente progresaba en el programa. Cumplía objetivos, ayudaba a sus compañeros y se le veía implicado en la causa. Era hora de enfrentarse a sí mismo.
Y, cosas del azar, el primer fin de semana que pudo salir sin seguimiento nos vimos. Era de noche y, el barrio, uno de los puntos calientes del trapicheo. Con prisas y todo sudado, al verme, le cambió la cara. Y, por supuesto,  a mi. Forzó la sonrisa mientras me explicaba que había ido a ver una amiga pero que, al final, no la había podido localizar y tal. Me miraba y sabía que no le estaba creyendo. Pero siguió con el rollo evitando mi incredulidad y decepción, con ganas de acabar con aquella situación. Nos despedimos.

Se fue hacia no sé dónde viéndome sólo como un testigo que no tenía porque haber estado allí. Y el lunes a primera hora se apresuró a contar su recaída antes de que lo pudiera hacer yo.

Aquello marcaría el punto de inflexión...

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