miércoles, 11 de abril de 2012

Quique (part III)

Se tiró tres semanas en reflexión. Es una especie de prueba psicológica de replanteamiento, por no decir una tortura. No puede hablar con nadie excepto en grupos, se limitan horarios y eliminan tiempos de ocio a cambio de tareas. A esto hay que sumar el poco tiempo que hace que consumieron y la ansiedad que les genera. No era de extrañar que muchos abandonaran. Supongo que le pasó por la cabeza lo mucho que se jugaba. Nunca había llegado tan lejos en ningún programa y sabía que no tendría otra oportunidad. Lo sabía porque me lo dijo.

Me llamó un día para pedirme si le podía hacer el seguimiento ese fín de semana y aunque no tenía muchas ganas, la verdad, le dije que sí. Cuando fui a recogerlo al centro me sorprendió ver que había perdido peso considerablemente y se había dejado perilla. Acostumbrado a verlo con chándal o  mono de tirantes iba con botas, vaqueros, una camisa desabrochada y gafas de sol. Un nuevo look que, aún conociéndolo, tiraba para atrás. Pero me alegré de verle.

De camino a casa hablamos un poco de su estado anímico y cómo había vivido esta etapa. Se lamentó de no haber confiado en mí lo suficiente y pedirme apoyo el día que nos vimos para evitar el consumo. Y me hizo sentir también culpable por no haber intentado ayudarle. En parte, tenía razón.

El finde pintaba bien. Tenía programado ir a la playa, salir a cenar y tomar algo en algún pub. Ya desde el principio empecé a notar que cuando me hablaba a penas me miraba y no se quitaba las gafas ni en casa. También me desconcertaba su ausencia temporal, me preguntaba constantemente si le había dicho algo o le había dejado de decir y le tenía que repetir las cosas. Le tuve que recordar en las cuatro o cinco comidas que se tomara la medicación para el VIH, una medicación que no podía dejar de tomar.  ¿Y me tenía que preocupar yo? Incluso me pareció ver que no se tragaba la pastilla y luego iba al baño. ¿A qué estaba jugando? Encima, pasota y a la defensiva no aceptaba el confronto. Sólo hablaba de lo hijoputa que había sido y que nadie se podía hacer una idea de lo que era capaz de hacer. Me confesó que vivía con dos prostitutas yonkies a las que tenía medio secuestradas y que a cambio de droga cubrían sus necesidades sexuales. De la manera que me lo contaba parecía que jamás podría perdonarse a sí mismo. Empezaba a aceptarlo como parte de su naturaleza.

El domingo después de cenar fuimos a tomar algo. Saludó a un antiguo camarada que al ver que estaba en un programa se puso a presumir que consumía sin que le afectase demasiado. Era negativo y no cortó la conversación. Luego se justificó diciéndome que a penas lo conocía. A mi no me dio esa impresión.

Llegamos a casa y cogió la libreta del programa para apuntar unas notas. Del cajón sacó también una agenda que repasó por encima y luego dejó encima de la mesa. Marcó algo en el móvil y después, sin más, se fue a dormir. Yo me quedé un rato más viendo la tele. Me llamó la atención la agenda y la abrí. Su lista de contactos podía ser el sueño de cualquier comisaría de policía.  Presentí lo peor.

Me fui a dormir con el pensamiento de que pretendía retomar el negocio de la distribución. Sin podérrmelo quitar de la cabeza apagué la luz. Al rato me pareció oir algo. Era su voz murmullando algo o como si estuviera hablando con alguien. Y el sonido de como si estuviera manipulando un envoltorio de plástico o algo así. Me levanté con sigilo y al ver que tenía la luz de la habitación encendida me quedé extrañado, hacía por lo menos dos horas que se había ido a dormir. Entré al lavabo y estiré la cadena para que notase mi presencia. En seguida, apagó la luz. Volví a la habitación pensando que si el móvil lo tenía en el comedor... es  que estaba hablando solo.  Me recorrió un escalofrío al  imaginármelo ensimismado en  ese estado paranoico. Al rato oí que el interruptor se encendía. Y abrió la puerta brúscamente. Tambaleándose y apoyándose en las paredes del pasillo se detuvo en mi habitación y asomó la cabeza. Luego entró en el servicio y  volvió a la habitación.

A la mañana siguiente me tocó despertarlo llamando a su puerta varias veces. Llegó tarde al centro y yo al trabajo. Cuando llamé a media mañana para dar parte me dieron la noticia que había abandonado el programa repartiendo insultos y amenazas para todo cristo. Un escándalo del que mejor no dar detalles.

Cuando acabé de trabajar me fui directo a su casa. Quería recoger algunas cosas que solía dejar. Llamé a la puerta varias veces sin respuesta. Sabía que estaba dentro porque oía la televisión. Le decía que sólo quería coger lo mío y me iba. Así varias veces y nada. Golpeé la puerta con fuerza y le grité.  Una voz agónica que parecía de un enfermo moribundo dijo que me fuera. Me costó reconocer que era la suya. Volví a llamar.  He dicho que te vayas! Bajé las escaleras de espaldas sin dejar de mirar la puerta. Aún pienso qué habría pasado si hubiera insistido una vez más. Y creo que mejor no saberlo.

Al poco tiempo ya asomaba un cartel de se vende en el balcón que fue retirado a las dos semanas. Y un año más tarde en una calle céntrica un pobre vagabundo sentado en la acera junto a una chapela y algunas monedas tocaba una triste canción mientras la gente pasaba sin detenerse.

Still my guitar gently weeps....

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